sábado, 5 de mayo de 2012

En esencia...Orlando Luis Pardo Lazo








De mi niñez recuerdo...

El rojo. Era mi color preferido. Ahora ya no prefiero ninguno. Ahora nada es tan intenso como al inicio del mundo. El rojo tejido en una enguatada hecha a mano, sobre el uniforme pioneril de Mayté, en los inviernos de los años setenta en aquella escuelita primaria Nguyen Van Troi que todavía existe (¿cómo los niños conseguíamos pronunciar semejante nombre?). Un rojo iluminador, como su sonrisa de cuarto grado. Un rojo manso y misericordioso en medio de la violencia natural entre niños, con sus ciclos de broncas y delaciones y lemas marxistas y amenazas de una “nota en el expediente” si te portabas mal. Un rojo salvador en las aulas devenidas jaulas, al menos para mi carácter introspectivo. Un rojo que nunca olvidaré y que acaso sea mi única posesión cuando muera. El rojo fuego eterno y efímero de mi primer amor.

De mi adolescencia...

El miedo. Cada cambio de clase, cada cambio de escuela, cada cambio de amigos (y en Cuba los amigos todos se van), cada cambio en el cuerpo (y en la adolescencia el cuerpo es siempre misterio y milagro): el miedo lo minaba todo. Un miedo excitante, que daba ganas de vivir. Un miedo de felino que observa, presto, a ratos artero, a la vez que teme ser observado. Un miedo que era puro tiempo presente cristalizado, tensión y atención máximas. Un miedo de luz, de lucidez atroz. Un miedo que cuando se pierde luego deja como un eco hueco en tu vida. Y entiendes entonces que has comenzado poco a poco a incubar tu cadáver.

La isla es...

Nunca. La Isla es una prisión donde la libertad sí tiene cabida. Ser felices en medio de una guerra grosera. Ignorar la línea ilusoria de las alambradas, cruzarlas de primera intención. El disparo por la espalda será entonces nuestra última y definitiva liberación.

Sueño...

Sueño que soy inmortal, como William Saroyan, todavía incrédulo de remate en su lecho terminal. Sueño que mis amigos muertos están a punto de renacer. Sueño que río y río y no puedo parar de reír, con una alegría tan desbordante que me despierto con falta de aire, atorado. A veces sueño que hago el amor, y resulta muy físico, y aún más premonitorio. Sueño que me cortan o que me disparan, pero es un sueño tolerable, y no se asocia con un complejo de persecución ni ningún lugar común por el estilo. Sueño con el diablo, aunque no creo en el diablo, pero siempre sé desde el inicio en los sueños en que se me aparecerá, trasmutado en gente querida, y son escenas de una luz muy opaca, pero preciosa. Sueño con Fidel, aunque no creo en Fidel, como William Figueras (ese otro poseso de las palabras), y en el sueño quiero complacerlo en todo para demostrarle que él hubiera podido confiar en mí. Y no hay ninguna asociación entre estos dos últimos sueños: no sean mal intencionados, por favor.

A la vida le pido...

Dejar de soñar. Soñar, agota. Agobia.

Lo que soy...

Me considero un escritor. Es decir, un lector. Alguien que practica la capacidad de asociación como instinto de conservación contra la desmemoria. Cada foto es un conato de relato mudo, un apunte. Cada performance o video, también. El arte es artimaña.

Ausencia de odio y rencor...

No tiene cabida. No puedo ni quiero darle cabida. Cuando ha irrumpido, ha sido terrible: una obnubilación suicida y mitad criminal. No sé odiar sin morirme y morir al mundo. Y luego el alma no sana nunca. Queda siempre una cicatriz (una psicatriz). Hay que ser un héroe de verdad (y no precisamente un patriota, sino todo lo contrario) para salirse de esas ráfagas de resabio patrio que deshumanizan al hombre. Yo lo he sido.

Me inspira...

Todo. El aire que inhalo y exhalo. Nada. El aire que inspiro y expiro. Mi escritura tiene algo de displacer, de contracorriente, de des-inspiración. Es un gesto forzado. Miro a mi alrededor y me doy cuenta de que lo natural sería el silencio. En ese sentido, soy una anormalidad. El idiota de la familia, el que ignora el sinsentido de la fidelidad. El que traicionará a los suyos, siendo el único que verdaderamente creyó en ellos y los amó.

Si fuese canción...

Seguramente una sin letra. O cuya letra no se entienda o nadie la pronuncie bien. Quién sabe si Because, de The Beatles, descubierta una madrugada de 1989 en Radio Progreso, mientras estudiaba como un endemoniado dostoiévskico para ingresar en Bioquímica en la Universidad de La Habana (y lo logré, a pesar de ser sólo 21 plazas a nivel nacional: la Seguridad del Estado no puede hacer nada ahora al respecto, ya no son dioses como en los tiempos de la Revolución). Quién sabe si Dreamer, de Europa, que ni el grupo Europa recuerda. Quién sabe si nuestro Himno Nacional, que a solas, sin esa fanfarria militar que en Cuba es sinónimo de sociedad, se deja escucharse como una melodía lánguida de derrota y amor (se llama libertad residual de lectura), como un acorde que nos acompaña mientras la vida cambia mansamente de color.

Si tuviese que escoger un poeta seria...

Uno malo. Uno que ya no use palabras, sino pedradas en prosa. Uno que nadie en el planeta libre pueda googlear. Uno cubano. Luis Marimón, por ejemplo, liando cigarrillos con los mecanuscritos de sus mil y un libros inéditos (antes de exiliarse y exprimir hasta la muerte súbita sus órganos con alcohol). Juan Carlos Flores, por ejemplo, resistiendo a la insania en su apartamentico desguazado de un cenotafio obrero llamado Alamar. O, mejor, uno peor: Jorge Alberto Aguiar Díaz (JAAD), por ejemplo, maestro lama cuya poesía apócrifa deberé reescribir entera algún día.

Mi musa...

Gia. Gia, mi amor. Gia, la gatica que fue nuestra hija y nuestra mamá. Gia, la que lo supo todo y fue mejor que todos. Gia, la que vino traída por un golpe de viento en el barrido barrio de Buenavista y que, por un mediocre golpe de muerte mezquina, se nos fue en menos de un año, cuando yo quería que viviese para siempre junto a nosotros, incluso más que nosotros. Gia, la que hablaba a toda hora, en un lenguaje que no hacía falta traducir porque era la belleza absoluta. Gia, la que está enterrada en un patio de otro desvencijado barrio habanémico llamado Lawton. Gia, cuyos ojos eran planetas habitados. Gia, la de los labios góticos y la cola de zorra. Gia, a quien era inevitable hacerle el amor a trío (Silvia y yo fuimos la mamá y el papá de sus tres gaticos). Gia, mi amor. Gia.

Un cielo...

El de tu blog. El del nunca. Imagina un sky with diamonds but with no heaven. Ciertos cielos rabiosamente electrificados de Matanzas, ciudad de puentes que ya no giran ni dejan pasar los barcos (ni los trenes, ni los ríos de manantiales moribundos, ni el tedio del tiempo en plena post-revolución). El cielo copado de estrellas de un diciembre en Guadalajara, Jalisco, México, América del Norte (lo más cerca que estuve de esa obsesión nacional llamada los Estados Unidos, y donde todos me hablaban mal de los gringos y me forzaban, con tequila gratis, a hablarles bien de Fidel: mientras más despotismos yo les narraba, sólo conseguía potenciar su admiración). El cielo que no veré, el de un sueño donde los astros giraban hasta fugarse por el cenit para caer sobre la tierra (muchos años antes del filme Melancolía de Lars von Trier). Un cielo parecido, pero con la luna hueca en un verso de Elizabeth Bishop. La frase “mi cielo”, que tantos cubanos hemos aprendido a olvidar decirla, pero que sobrevive de cara al futuro que nunca será en el personaje de Francis, del Boarding Home donde se mató Guillermo Rosales. Esos cielos, mi cielo.

Un poema...

“Isla”, de Virgilio Piñera, escrito en la Cuba descascarada de 1979, a ras de su propia muerte tras una década decadente de ostracismo y tristeza totalitaria:

Aunque estoy a punto de renacer,
no lo proclamaré a los cuatro vientos
ni me sentiré un elegido:
sólo me tocó en suerte,
y lo acepto porque no está en mi mano
negarme, y sería por otra parte una descortesía
que un hombre distinguido jamás haría.
Se me ha anunciado que mañana,
a las siete y seis minutos de la tarde,
me convertiré en una isla,
isla como suelen ser las islas.
Mis piernas se irán haciendo tierra y mar,
y poco a poco, igual que un andante chopiniano,
empezarán a salirme árboles en los brazos,
rosas en los ojos y arena en el pecho.
En la boca las palabras morirán
para que el viento a su deseo pueda ulular.
Después, tendido como suelen hacer las islas,
miraré fijamente al horizonte,
veré salir el sol, la luna,
y lejos ya de la inquietud,
diré muy bajito:
¿así que era verdad?



Desde este humilde blog quiero agradecer la amabilidad,generosidad y querencia al haber puesto entre mis manos parte de su esencia.Aquí la tenéis para que a partir de este momento pueda volar.





viernes, 4 de mayo de 2012

El arquero soñado.Manuel A.López






...Moría miel y tila,las gavetas un día se abrieron de luto y en un espejo que todavía se empaña soñé con un nido donde los árboles rechazaban a la muerte...
Elena Tamargo








Tengo pedazos muertos
nada siento o será que no recuerdo esos trozos de mí.
Si pasarán más rápido los días
las noches menos lentas
esos dolores se acostumbrarían
a mis terrenos áridos.
No miro los relojes
detesto que mi cuerpo sepa
el tiempo que le queda
las faltas de mis horas.
Tengo pedazos muertos
secuelas de las guerras
que debieron ser fiestas
y durar un poco más.








Dejé un mundo de inquietudes
en un muro anónimo
una callecita sin nombre
cubierta de árboles
caras desconocidas
algunos patios desiertos
Caminé hasta el final
mirando de lado a lado
descifrando cada olor nuevo
sillas de colores abandonadas
alguna flor que asomaba
petalos nuevos.
Encontré un solo testigo
que vestía de rojo
reconocí su escondite
en aquel portal
que me recordó otros tiempos.
Al final estaba el paraíso
un muro anónimo
que me cobijó con la brisa
de un mar lleno
de yerbas que se alzaban
gritando que también
les pertenecía.
Cerré los ojos entregándome
sin resistencia
y quise no despertar jamás.








En las noches más oscuras
salgo de caza
con mis verdades 
a flor de piel.


Hace un tiempo atrás
me limitaba a solo
una especie:
idioma en común
misma isla
que no fuera libra.


He roto moldes 
me he aventurado
a otros países
convertido en daltónico
llevado a cuestas diccionarios 
de cientos de lenguas.


Ilusionado
siguiendo los vaticinios
de mi pitonisa
busco en cada cara
al ruso canoso
que lento se acerca.


Devoro la presa...
Pretendo reír...
Vuelvo a casa
sintiendo un vacío.


Las mariposas siguen
en el mismo lugar
saltando en el estómago
mientras yo reposo
empiezo de cero
preparo la próxima cacería. 






Estos poemas forman parte de un poemario muy querido por mi,"Yo,el arquero aquel".Querido porque Manny tuvo la delicadeza de ponerlo en mis manos desde la otra orilla del mundo y por ese cortés y generoso gesto le estaré por siempre agradecida.
Os recomiendo mucho la lectura de este libro de poemas ya que en el ,no solo se respira  la esencia y el talento de Manny, sino también el aliento de Elena Tamargo,una excelente poetisa que hace unos meses partió a otros cielos dejando un vacío importante entre los que sentimos la poesía de manera especial.


“Yo, el arquero aquel” (Editorial Velámenes) está disponible.
Para adquirir un ejemplar pueden enviar un email a
zumanny@aol.com

jueves, 3 de mayo de 2012

In memoriam.Zenaida Manfugás









“Quieran o no quieran, yo pertenezco a la cultura cubana”

Zenaida Manfugás













martes, 1 de mayo de 2012

El sueño de un percusionista. Mongo Santamaria







Sin música para decorarlo, el tiempo es sólo un puñado de aburridos plazos límite de producción o fechas en las cuales deben pagarse las cuentas.
Frank Zappa













lunes, 30 de abril de 2012

Dos regalos. Antonio Álvarez Gil y Abilio Estevez








"Nunca sabremos hasta donde puede conducirnos un inocente paseo por la ciudad. Caminamos entre miles de personas desconocidas sin detenernos a pensar en quiénes son ni a qué se dedican, de dónde vienen ni hacia dónde se dirigen en ese instante. Normalmente, ni siquiera miramos a los ojos de los seres humanos con quienes nos cruzamos en las aceras, de esos hombres y mujeres que esperan junto a nosotros el cambio de luz para pasar la calle. En el mejor de los casos su vida es un signo de interrogación; en el peor, un espacio en blanco; pero simpre un misterio imposible de resolver. No sabes quiénes son, pero existen, están ahí. Son ocho millones y recorren a diario las calles de Moscú, llenan los mercados, los trenes del metro y las tiendas por departamentos. Cada una de ellos tiene un pasado y lleva un mundo de historias a sus espaldas; cualquiera puede ser un héroe, un sinvergüenza o un ladrón. Todos van en pos de algo, alimentan ilusiones o rumian desengaños; pero están a tu lado, frente a ti, junto a ti, alrededor de ti. Están, al contrario que tú, en su medio natural, en el sitio donde han estado siempre. Unos irán pensando en cómo conseguir un empleo o mejorar el que tienen; otros, en dónde encontrar un compañero para compartir una botella de vodka. Alguno de ellos necesitará pagar las cuentas, cambiar el apartamento, explicarle a su pareja por qué ha llegado tarde a casa. Habrá quien espera un hijo, quien se ha despedido de su amada, quien huye de una obsesión o es víctima de otra. Tanta y tanta gente en unos segundos, cara frente a cara. Todos se cruzan pero nadie saluda. Cada uno en lo suyo, la mirada obstinada, sin detenerse en la del otro, siguiendo su ruta, caminando en su rumbo. Miles y miles de personas que miras sin apenas ver, que entran un instante en tu mundo y desparecen enseguida, para no volver. Quién ordenará sus vidas, quién conocerá lo que se trama en sus conciencias, quién, en fin, regirá todo ese caótico universo.
Hubo un tiempo, cuando estudiaba, en que me identifiqué sobremanera con el pueblo ruso. Me sentía tan cercano a la gente que me rodeaba, que a veces me parecía ser uno de ellos, uno más. Aprendí tan bien el idioma que conocía tantos tacos como mis amigos del país, algo muy importante para hacerte valer entre la gente de la cale en Rusia. Aunque no me gustaba ni solía hacerlo, podía beber vodka casi tan gallardamente como ellos, y en ciertos momentos hasta llegué a extrañarme de mi pasado en Cuba. Moscú podía haber sido mi lugar en el mundo. Sin embargo, al regresar a mi patria, todo volvió a su sitio. Por suerte, me supe tan cubano como siempre, y las cosas rusas fueron quedando reducidas al ámbito del hogar,a mi esposa y a mis hijos, a quienes Vera se empeñaba en enseñar su idioma y su cultura, sus tradiciones. Yo me fui alejando poco a poco de Rusia, sembrándome cada vez más en mi país. Volví a ver en Cuba mis orígenes y visité de nuevo a mis familiares,que vivían dispersos por los campos de La Habana. A pesar de la presión del gobierno, algunos de ellos seguían aferrados a sus pequeñas fincas. Eran auténticos guajiros cubanos, especie en franco proceso de extinción, cada vez más escasos, desparecidos casi por completo como grupo humano en el país. Y en los hogares de esos parientes de tierra adentro volví a escuchar el punto cubano de mi infancia, pude disfrutar durante algunos años más de sus canturías, de las rústicas décimas que entonaban al son de sus guitarras, sus tiples y laúdes.
Pasados, en fin, quince años de estancia en Cuba, dije una vez más adiós a mi país y regresé a Moscú. Ya no era el muchacho que había desembarcado mucho antes en el puerto de Odesa, capaz de adaptase y hasta fundirse con el medio que lo rodeaba. Ahora yo reconocía los rincones de la ciudad en la que había vivido de joven, los parques donde solía pasear con las ,muchachas rusas de mis años de estudiante, pero sentía la distancia que me separaba de aquel mundo. Lo conocía mejor, pero había dejado de pertenecerme. Tenía, sin embargo, un atractivo nuevo, algo que me intresaba cada día más: la perestroika de Gorbachov. Aquel año de 1989 parecía decisivo. Tanto dentro de la sociedad soviética como en los países del bloque aliado soplaban con fuerza los primero vientos del huracán que se nos echaba encima..."

Antonio Alvarez Gil
Fragmento de Callejones de Arbat
El libro está disponible en Barnes & Noble en el siguiente enlace:http://www.barnesandnoble.com/w/callejones-de-arbat-antonio-alvarez-gil/1109196015








"Se acepte o no, todos tenemos un jardinero en
nuestras vidas. Es lo habitual. Y no es extraño que ese
jardinero aparezca para alterar radicalmente el curso
de nuestro destino. Una autoridad semejante sobre
la vida y sus designios es consustancial al espíritu de
los jardineros. La aparición del mío, de mi jardinero,
fue casi una alucinación en medio de un mediodía diferente. Un mediodía en que la brisa subía desde el
lado del Obelisco con un lejano olor a tierra y a lluvia, y formaba remolinos de hojas, ruido de ramas y
gorriones, eso que siempre, a aquella hora, parecía
ilusorio en Marianao. El barrio se retiró dispuesto
a ceder, a adormilarse, o cuando menos a esconderse de la luz y a disfrutar de una tregua en medio
del bochorno. Las calles se apaciguaron. Las ventanas
abiertas parecían cerradas. Las cortinas se agitaron
levemente, y también las prendas de ropa en las tendederas. La canícula dejó de pesar como un saco de
piedras sobre el cuerpo. Aquel respiro tenía también
que ver con la modorra del almuerzo, acompañada
por los novelones radiales que sólo podían escuchar-
se con los ojos cerrados y las entendederas entumecidas por un sopor que lo empapaba todo. La calma
quedó flotando sobre el vapor de la neblina y se
mezcló con las vocalizaciones declamatorias y lloriconas de los actores radiales. Susurro de ventiladores, olores de comidas recientes, voces afectadas que
parecían llegar de otra realidad. El fresco trajo alivio
a los castigos divinos. Un mediodía diferente, sí, al
menos con una nueva esperanza, la lluvia. Como siempre que eso sucedía, me creí más libre. Casi podía
ver la brisa subiendo desde el Obelisco e incluso desde más allá, desde las colinas, se deslizaba en dirección al monte Barreto y pasaba por el mar, hacia el
horizonte. Ni siquiera se escuchaban los habituales
disparos del campo de tiro del cuartel. Deambulé por
el patio. Me sentí dichoso por la soledad, sin buscar,
sin desear, sin esperar nada. El patio se volvió inmenso, casi una quinta, y me dio placer andar por
entre los arriates, los árboles, las flores, las matas raras, donde se pudrían los mangos, de tan abundantes,
y picoteaban gallinas, algún gallo; había también tres
chivos, varios gatos, muchos perros mansos. Hasta se
veía bonita la fuente seca que aún mostraba la marca
remota del agua que había brotado de ella cincuenta años atrás, cuando La Habana se hallaba mucho
más lejos de la casa y a Marianao sólo se llegaba en
tren o en guaguas de palo tiradas por caballos. Me
acerqué al pozo ciego cubierto de piscualas. Un poco
más allá, se alzaba la cerca que limitaba el patio con
el del vecino, llamado el Generalísimo. Le decían así
porque era enanito y feo y mala persona, y tenía la
voz ridícula y se apellidaba Franco. Daba clases de
esgrima a los cadetes y oficiales del ejército y, según
contaban los criados de la casa, era tan cursi que llevaba siempre una bata azul de satén sobre su cuerpecito desnudo. De joven, el Generalísimo había sido
viceministro de Defensa en una presidencia conservadora. Tenía fama, dinero y la casa más opulenta, el
jardín más grande del barrio, chofer, cinco sirvientes
(todos hombres jóvenes) y un jardinero.
Satisfecho con la soledad, la pereza y la proximidad de la lluvia, me eché boca abajo sobre la hierba. Cerré los ojos, recordé unos versos de mi libro de
lectura:
¡Cuán grato vivir en calma
consigo mismo, sin penas
que gemir,
y en su mundo absorta el alma,
el curso del tiempo apenas
percibir!"

Abilio Estevez
Fragmento de "El año del Calipso"
El libro está disponible en el siguiente enlace:
tusquetseditores.com/titulos/la-sonrisa-vertical-anyo-del-calipso

Desde esta humilde ventana quiero agradecer la ayuda inestimable de mi amigo Barbarito,que en esta entrada ha sido alma y sol.También quiero aprovechar para agradecer a Antonio y a Abilio su gran generosidad y su esplendida querencia.