Ya para entonces me había dado cuenta
de que buscar era mi signo.
J. CORTÁZAR.
Partir
Fiel a su manía de partir,
el niño que fui me azota el costado.
Estoy ante el espejo
y nadie entiende mi ahogo:
por qué recorro la casa, abro las ventanas,
y el aire sigue detenido.
Duele mucho este silencio:
la leyenda de puertas tapiadas
que no dice nada de mí,
y el tiempo paciente moviendo su garrote.
No puedo cortar el corazón y ponerlo en la sala
a que incite el hambre de los visitadores:
siempre el sol,
con sus figuras veloces sobre las lajas del patio,
trae a mis tardes de abril la inquietante belleza
y la cruda eternidad del cambio.
Quiero arder en un final que parezca aventura
y despierte aquella voz de antaño,
cuando burlaba las vigilancias mejor establecidas.
Quemante, bueno y fiel a su manía de partir,
el niño que fui sonríe, dice adiós, azota gustoso mi costado.
Y las lajas del patio comienzan su largo incendio:
una curación más palpable que cualquier cicatriz.
De la ausencia y la noche
No queda más que marcharse.
Y buscar luciérnagas en los patios dormidos.
Y conquistar en la ciudad los puentes.
Y habitar en soledad la casa.
Y dibujar tus ojos en las paredes blancas.
Y regresar despacio hasta la puerta.
Y olvidar tus ojos, y olvidar, y olvidarlos.
Sabiendo que mañana o luego, siempre
la noche los traerá.
Calle G. 1982
Una noche partíamos almendras en la calle G.
Eran más de las 12 y tú y aquella saya de flores blancas,
parecían la eternidad.
Yo me detuve un momento a contemplar la luz
y el paso de los autos por La Habana de 1982.
Todo resultaba tan sencillo.
El viejo mar bendito frente a la estatua de Calixto García.
Tu rostro avanzando en la semiclaridad de los pinos.
El golpe con que mi mano buscaba
en la roja intimidad de la almendra.
Todo resultaba tan sencillo
como la vida del agua que se escurre entre los dedos.
No debía venir nadie.
No esperábamos a nadie.
Yo me detuve un momento a contemplar la luz
y el paso de los autos por La Habana de 1982.
Tú, y aquella saya de flores blancas,
parecían la eternidad.
Fábula del hombre y la ciudad
I
Sentados junto a una vieja cruz de madera
cuatro pescadores miran al mar.
Aguas lejanas y muertas, un hombre solo por las calles.
Son imágenes que preciso, los últimos lugares
que vieron sus miradas de testigos.
En sus palabras, y en el relato de otros protagonistas,
recuerdan los miedos de aquel año.
Escuchan el silencio de treinta mil rostros
perdidos en su memoria de niños.
Los cayos barridos por las olas, la ciudad apagada.
Luego llega la luna y tensa los cordeles
sobre el tranquilo mar del sur.
Hasta la claridad del día siguiente.
II
Habrá otro silencio en la poca arena de las costas,
han dicho mirándome a la cara.
Con el tono de las cosas inevitables.
Es la memoria de la sal en el aire de la noche,
el color del miedo en sus brazos desnudos.
Yo respiro en ese lenguaje de pescadores
la temporalidad manifiesta de mis veintiséis años.
Yo espero con la mano en la cruz
una voz que magie mi nombre y mis ojos de tigre.
Por ella atravesé el país y vine a esta playa.
Luego regreso por un camino de piedras
a mi habitación de hombre de paso en la leyenda.
Y veo cómo se apagan sin amor las casas a lo lejos.
III
Hay un cuerpo en la cruz, unas calles en penumbra,
una magia que muere entre las aguas.
Una línea de sombras donde se corta el horizonte.
Vuelvo a la costa por este silencio antiguo
que desde ayer los pescadores me anunciaron.
Ciudad anclada en el letargo, y una bella mujer
que se pierde entre el fuego y la tristeza.
Ciudad de míseros rituales, donde escucho y miro
y palpo cada día la simple repetición de estas imágenes.
Nadie puede sin cambiar retener de verdad sus mitos.
Esas lunas de la memoria de los niños
se hunden para siempre bajo este cielo acabado.
Desde el mar avanza en ras la marea deslumbrante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario