“A los escritores nos emociona casi todo. Y no hablo aquí de sentimentalismo, sino de sensibilidad. Quizás lo que más nos emociona es lo que aún no hemos podido escribir”.
Lourdes González Herrero
POEMA DE LOS POBRES PARAÍSOS
La coincidencia es una.
Mirábamos la belleza de los jóvenes cuerpos cuando aún disponíamos del gozo de volver a la sombra de unas manos nutricias.
Admiramos la belleza de los cuerpos más jóvenes, y al final, en la casa vencida, contemplamos sus siluetas como quien ve la lluvia rodar por los cristales.
En nada hemos cambiado.
Afuera sigue el tiempo, confuso y agresivo, en su tremendo esfuerzo por ganarnos los días.
El mundo es un abismo al que llegamos, del que partimos, la residencia es nula. Nada pesa ganado ni perdido. Nada nos pertenece, ni siquiera el delirio.
Pero estar desasidos, abrazados al aire, guardando los fragmentos del hoy perecedero, es quizás la sustancia del vivir.
Mañana, habrá que establecer las diferencias entre la libertad y la adicción, de modo que podamos conmovernos.
Los cuerpos que buscamos con las manos, se ocultan, se van tras los hinchados mediodías, desafiando los muros que hemos levantado para impedir hundirnos en el mar.
Es demasiado olvido el de morir.
Y escoger las sutiles pertenencias del dominio, es sólo un sueño más, tan intenso como el de la contemplación de un cuerpo, ignorando que el alma regresará después a la desesperanza.
Mirábamos la belleza de los jóvenes cuerpos cuando aún disponíamos del gozo de volver a la sombra de unas manos nutricias.
Admiramos la belleza de los cuerpos más jóvenes, y al final, en la casa vencida, contemplamos sus siluetas como quien ve la lluvia rodar por los cristales.
En nada hemos cambiado.
Afuera sigue el tiempo, confuso y agresivo, en su tremendo esfuerzo por ganarnos los días.
El mundo es un abismo al que llegamos, del que partimos, la residencia es nula. Nada pesa ganado ni perdido. Nada nos pertenece, ni siquiera el delirio.
Pero estar desasidos, abrazados al aire, guardando los fragmentos del hoy perecedero, es quizás la sustancia del vivir.
Mañana, habrá que establecer las diferencias entre la libertad y la adicción, de modo que podamos conmovernos.
Los cuerpos que buscamos con las manos, se ocultan, se van tras los hinchados mediodías, desafiando los muros que hemos levantado para impedir hundirnos en el mar.
Es demasiado olvido el de morir.
Y escoger las sutiles pertenencias del dominio, es sólo un sueño más, tan intenso como el de la contemplación de un cuerpo, ignorando que el alma regresará después a la desesperanza.
Del libro Los días del verano (Editorial Oriente, 2003)
EL DRAGÓN DEL SILENCIO
Miro el ojo dorado de la culpa y dentro veo los brumosos contornos de otra isla llamada leyenda.
Me exijo una concentración fascinada para adentrarme en el silencio, para percibir dentro de él las causas de mi constante apego a la casa del dolor.
El riesgo es colosalmente intenso.
Detrás de los nublados horizontes está la mano de mi madre extendida para salvarse. Detrás permanece el que sabe bogar contra la corriente pero no sabe aún vencer.
Se expande el círculo y se inserta la corona arruinada que es el blasón de mi edad, va perdiendo fuerzas la mísera sensación de vivir acechando las campanas del agua, las formas de la harina, los vacíos en las estaciones de la mesa.
El silencio engendra poder. Dicen que asegura que la dicha surja como el agua de un manantial.
El peligro es inexorable.
Miro el ojo dorado del miedo. En él hay una sombra que me conquista. Es la sombra del día de mi nacimiento. La sombra del lugar donde lloré, la sombra del esfuerzo que se vuelve cada vez más difusa, más lejana, que se deja de ver y queda sólo el resplandor dorado del olvido, y el silencio.
Me exijo una concentración fascinada para adentrarme en el silencio, para percibir dentro de él las causas de mi constante apego a la casa del dolor.
El riesgo es colosalmente intenso.
Detrás de los nublados horizontes está la mano de mi madre extendida para salvarse. Detrás permanece el que sabe bogar contra la corriente pero no sabe aún vencer.
Se expande el círculo y se inserta la corona arruinada que es el blasón de mi edad, va perdiendo fuerzas la mísera sensación de vivir acechando las campanas del agua, las formas de la harina, los vacíos en las estaciones de la mesa.
El silencio engendra poder. Dicen que asegura que la dicha surja como el agua de un manantial.
El peligro es inexorable.
Miro el ojo dorado del miedo. En él hay una sombra que me conquista. Es la sombra del día de mi nacimiento. La sombra del lugar donde lloré, la sombra del esfuerzo que se vuelve cada vez más difusa, más lejana, que se deja de ver y queda sólo el resplandor dorado del olvido, y el silencio.
Del libro Afuera sangran los caballos (Ediciones Unión, 2008)
LOS PABELLONES
Llueve sobre los pabellones.
El cielo oscurece las claraboyas y, no obstante, si extiendo mi mano ella alcanza a tocar las cúpulas y los granos.
Estamos hechos a semejanza de lo efímero.
Permanecemos tumbados en los largos mediodías sin saber por qué. Sin embargo, volvemos a encontrarnos en las sábanas, frías desde el amanecer.
Nos descubrimos rehaciendo las paredes, llevamos años rehaciéndolas con nuestras manos inútiles. La inutilidad es una rara posesión que oprime, oprime, cerca.
Veo a través de las ventanas el brillo de las pieles de las lagartijas acomodadas bajo la lluvia, entre las hojas de las malangas, pequeñas en la dimensión del mundo.
Abarco las distancias con las manos, sumergiéndolas en las fuentes para tocar sus aguas.
Examino las fronteras, los abismos que simulan restablecer el vacío para que yo me equivoque y muera, pero ya estoy muerta, he comenzado la faena muerta, sola mi sombra va entre las palabras matando los sueños. No los deseo. Me basta el sueño intranquilo del Príncipe.
(Escribo me basta y quedo quieta, mientras mis manos van detrás de los cuerpos amados. Engaño a los cuerpos amados. Sueños como el delirio del Príncipe).
Las tardes en los pabellones son castigadas pese a la lluvia cayendo en los torrentes de la memoria mal tratada, es decir, mal construida, es decir, en la mala memoria, en la que no guarda lo necesario, en la que no almacena las costumbres: comer dentro de un hondo plato, fatigarnos mirando los perfiles que asoman como desconocidos en el espejo, cruzar las zonas blancas de las calles, evadidos del polvo, fugitivos, huyendo de una sombra que nos persigue, que nos oprime, nos cerca.
Humilde despertar del que se sabe muerto.
Abro los ojos desde la realidad de la muerte para mirar inobediente el mundo, el fragmento que he logrado mirar y en el que sin embargo veo los cuerpos amados, el triunfo. Si logro convocarlos aunque sea dudosamente, descansaré aún más, bajo la manta azul, segura, mientras el agua en ondas persiste sobre los pabellones.
Qué jubiloso origen el descanso. Qué jubiloso punto, oculto a las curiosidades, sin apariencia posible.
Dame el derecho a estar en la memoria sólo el tiempo necesario para volver a los cuerpos amados como se vuelve al viaje de la despedida, al tren de las infancias, a la gloria repartida en las pequeñas marginaciones. Un instante en la muerte para entreabrir la vida, un solo color y el milagro sucederá como un arribo, como un tocar al fin las puntas de la madeja que se busca y se busca y se vuelve a buscar, hilando en las huidas.
Qué regocijo al fin la sombra, como el del íbice que aparenta tranquilidad mientras huye, cuando clama desde su fondo por una dulce quietud y su corazón se agita, cada vez más, siguiendo el camino por la línea de las marcas.
Es el pasado, la bóveda entre los tiempos.
Cuánto clamoroso regocijo da el saber que pudiendo ser tantas se es para siempre una.
Llueve sobre los pabellones. Tengo la impresión de que el agua puede desbaratar la casa que hemos construido, pero ya sé que no basta una impresión, sería necesaria una imagen: puertas y puertas, rejas, papeles, cromos, revestimientos, figuras flotando sobre el mar desbordado en los mosaicos.
No basta una impresión y mis ojos están ciegos.
Qué dicha la de volver a la libertad de la sombra, remitida al fruto que se apetece. Lo sabía antes de morir, lo supe antes de cruzar. Puedo todavía retener ciertas bondades de la memoria mal tratada. Algo que no todos decimos.
El tiempo cruza como el zorro de emilio rondando las edades, pero es apenas un animal que intimida, y, además, el agua cae con fuerza impidiendo cualquier demostración del miedo que se siente ante el impulso de crecer. Ante la vida.
Me protejo del agua por primera vez.
Me apetece escucharla. Corporeización del mito de una realidad que apenas está en las páginas de un libro, metáfora de la verdad, de la verdad leve que aparece al morir para expresar la vaguedad con la que se ha vivido.
Los pabellones persisten –como el Príncipe- en crear un sueño, sobre ellos la lluvia furiosamente lo arrasa, arrasa todas las batallas, y, por momentos, en el sonido metálico del agua me parece escuchar el leve roce de los cuerpos amados, la leve obstinación del amor, sus vicios.
Qué fortuna da el imaginar, con cuánto ardor se unen entonces los deseos para formar un impulso: el de entreabrir la muerte para tomar la vida.
(Hay que estar muerto para ser condescendiente, hay que tener, como yo, al alcance de las manos, las distancias que no voy a cruzar, las cúpulas y los granos que sólo tocaré si fallara mi memoria mal tratada, es decir, mi mala memoria).
Llueve sobre los pabellones mientras el tiempo me excluye, prescinde de mí en las calles estrechas que circundan los espacios. Sería aterrador estar vivo persiguiendo a la Quimera, cumpliendo con el destino. Pero con qué gozo transito conociendo la ruta de los torsos amados y de las manos, libres ahora del presente, emancipados, irreductibles a pesar del agua que en furiosas ondas cae sobre los pabellones.
Llueve sobre los pabellones.
El cielo oscurece las claraboyas y, no obstante, si extiendo mi mano ella alcanza a tocar las cúpulas y los granos.
Estamos hechos a semejanza de lo efímero.
Permanecemos tumbados en los largos mediodías sin saber por qué. Sin embargo, volvemos a encontrarnos en las sábanas, frías desde el amanecer.
Nos descubrimos rehaciendo las paredes, llevamos años rehaciéndolas con nuestras manos inútiles. La inutilidad es una rara posesión que oprime, oprime, cerca.
Veo a través de las ventanas el brillo de las pieles de las lagartijas acomodadas bajo la lluvia, entre las hojas de las malangas, pequeñas en la dimensión del mundo.
Abarco las distancias con las manos, sumergiéndolas en las fuentes para tocar sus aguas.
Examino las fronteras, los abismos que simulan restablecer el vacío para que yo me equivoque y muera, pero ya estoy muerta, he comenzado la faena muerta, sola mi sombra va entre las palabras matando los sueños. No los deseo. Me basta el sueño intranquilo del Príncipe.
(Escribo me basta y quedo quieta, mientras mis manos van detrás de los cuerpos amados. Engaño a los cuerpos amados. Sueños como el delirio del Príncipe).
Las tardes en los pabellones son castigadas pese a la lluvia cayendo en los torrentes de la memoria mal tratada, es decir, mal construida, es decir, en la mala memoria, en la que no guarda lo necesario, en la que no almacena las costumbres: comer dentro de un hondo plato, fatigarnos mirando los perfiles que asoman como desconocidos en el espejo, cruzar las zonas blancas de las calles, evadidos del polvo, fugitivos, huyendo de una sombra que nos persigue, que nos oprime, nos cerca.
Humilde despertar del que se sabe muerto.
Abro los ojos desde la realidad de la muerte para mirar inobediente el mundo, el fragmento que he logrado mirar y en el que sin embargo veo los cuerpos amados, el triunfo. Si logro convocarlos aunque sea dudosamente, descansaré aún más, bajo la manta azul, segura, mientras el agua en ondas persiste sobre los pabellones.
Qué jubiloso origen el descanso. Qué jubiloso punto, oculto a las curiosidades, sin apariencia posible.
Dame el derecho a estar en la memoria sólo el tiempo necesario para volver a los cuerpos amados como se vuelve al viaje de la despedida, al tren de las infancias, a la gloria repartida en las pequeñas marginaciones. Un instante en la muerte para entreabrir la vida, un solo color y el milagro sucederá como un arribo, como un tocar al fin las puntas de la madeja que se busca y se busca y se vuelve a buscar, hilando en las huidas.
Qué regocijo al fin la sombra, como el del íbice que aparenta tranquilidad mientras huye, cuando clama desde su fondo por una dulce quietud y su corazón se agita, cada vez más, siguiendo el camino por la línea de las marcas.
Es el pasado, la bóveda entre los tiempos.
Cuánto clamoroso regocijo da el saber que pudiendo ser tantas se es para siempre una.
Llueve sobre los pabellones. Tengo la impresión de que el agua puede desbaratar la casa que hemos construido, pero ya sé que no basta una impresión, sería necesaria una imagen: puertas y puertas, rejas, papeles, cromos, revestimientos, figuras flotando sobre el mar desbordado en los mosaicos.
No basta una impresión y mis ojos están ciegos.
Qué dicha la de volver a la libertad de la sombra, remitida al fruto que se apetece. Lo sabía antes de morir, lo supe antes de cruzar. Puedo todavía retener ciertas bondades de la memoria mal tratada. Algo que no todos decimos.
El tiempo cruza como el zorro de emilio rondando las edades, pero es apenas un animal que intimida, y, además, el agua cae con fuerza impidiendo cualquier demostración del miedo que se siente ante el impulso de crecer. Ante la vida.
Me protejo del agua por primera vez.
Me apetece escucharla. Corporeización del mito de una realidad que apenas está en las páginas de un libro, metáfora de la verdad, de la verdad leve que aparece al morir para expresar la vaguedad con la que se ha vivido.
Los pabellones persisten –como el Príncipe- en crear un sueño, sobre ellos la lluvia furiosamente lo arrasa, arrasa todas las batallas, y, por momentos, en el sonido metálico del agua me parece escuchar el leve roce de los cuerpos amados, la leve obstinación del amor, sus vicios.
Qué fortuna da el imaginar, con cuánto ardor se unen entonces los deseos para formar un impulso: el de entreabrir la muerte para tomar la vida.
(Hay que estar muerto para ser condescendiente, hay que tener, como yo, al alcance de las manos, las distancias que no voy a cruzar, las cúpulas y los granos que sólo tocaré si fallara mi memoria mal tratada, es decir, mi mala memoria).
Llueve sobre los pabellones mientras el tiempo me excluye, prescinde de mí en las calles estrechas que circundan los espacios. Sería aterrador estar vivo persiguiendo a la Quimera, cumpliendo con el destino. Pero con qué gozo transito conociendo la ruta de los torsos amados y de las manos, libres ahora del presente, emancipados, irreductibles a pesar del agua que en furiosas ondas cae sobre los pabellones.
Del libro inédito El Hijo de la Arpista
Desde esta humilde ventana,quiero agradecer a Lourdes su inmensa generosidad al permitirme compartir con todos vosotros algunos de sus trabajos. Espero que disfrutéis mucho de la fuerza que imprimen sus textos,cargados de emoción y mucho sentimiento.
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