viernes, 14 de octubre de 2011

El destino del silencio. Eugenio Florit




Eugenio Florit era pequeño de estatura y grande de alma. Viejo siempre desde niño.  Niño siempre hasta la muerte. Hombre solo, se tenía la paz bien sabida.  Pero era una paz inquieta. Y una soledad poblada de afectos.  Era sabio e ingenuo.  Sus temas: los trascendentes, la muerte, el tiempo, la soledad, la poesía, Dios, los sueños.  Sus temas: lo pequeño, lo cotidiano, una paloma, una vicaria que le salta entre las piedras, la gente de prisa bajo paraguas, un balcón abierto.  Su tono: siempre menor.  Su signo: la ternura.  Su acento: el de España.  Y de España, el recuerdo de un niño que dejó atrás un pueblo, la bicicleta, el maestro y la noviecita primera.  Su corazón: dulce como las guayabas de la Cuba en su centro.  Su escenario: la academia norteamericana.  Su mundo: el de su alcoba poblada de libros y recuerdos.  Su mundo: el mundo.  Tanto viaje prendido a la retina.  Tanto polvo sobre sus pies de caminante.  Su Patria: la poesía.  Su horizonte: el mar, siempre el mar, y más allá, la eternidad.  
  Las palabras las ponía una atrás de otra, como hileras de chopos en su España natal.  A veces las páginas se le mojaban de azul mar, y se le llenaban de brisa de trópico y de la gracia leve de una palmera.  Otras veces el ruido de los trenes subterráneos y de sirenas de ambulancia hería sus versos.  Pero su castillo interior estaba hecho de estrellas, de noches claras, de sed de eternidad.  
Uva de Aragón




Canciones para la soledad

Tú no sabes, no sabes
cómo duele mirarla.

Es un dolor pequeño
de caricias de plata.

Un dolor como un árbol
seco por la mañana.

Un dolor sin orilla
para dormir el agua.

Un dolor como el rastro
de la nube que pasa.

Tú no sabes, no sabes
cómo duele mirarla.


Imagen de Giuseppe Tomelleri


Del silencio

Ahora ya está la brisa por el aire dispersa,
con las manos hundidas en los árboles;
pero en aquel momento se había ido tan lejos,
que era como si no existiese memoria de su nombre.
Todo el silencio estaba caído por el mundo;
la tierra misma no era sino una gota de silencio.
Los segundos del sol bajaron a beber aguas muertas
donde nacía la inquietud de unas horas futuras,
prontas a alzar el vuelo con las palomas de la tarde.
Aquel minuto se extendía sobre las ramas inmóviles,
abriendo una luz sin ecos, ni cantos, ni nada.
El silencio perfecto de lo que va a surgir y aun se detiene.
Ancha campana de cristal para la luz del mediodía,
que viene limpia desde su nido alto
a florecer en una exacta rosa de doce pétalos.




Destino

Mejor ámbito aquí, dentro de casa,
para escribir lo ancho
y lo pequeño de este mundo.
Apenas diferente
conocer la distancia de una estrella
o el alado camino
de la hoja caída de su árbol.
Preciso es dar al aire
este amargo sabor que muerde dentro,
que pide luz de fuera, la que arde
de su estar siempre fiel a su destino
que es el lucir en las palabras
y saltarse los mundos que conoce
y los que aún no han sido revelados.
Un ámbito que esconde
en sí el oculto pensamiento
brillante piedra que en su día
nos pidió rescatarla,
a ella, la escondida de los siglos,
humilde aún, que espera
el roce misterioso de unos dedos...
Ahora, despertada
de su soñar antiguo,
nacida a luz y sol,
hecha ya una palabra.
Milagro al fin que vive
al amor de su dueño:
de quien soñó con ella
en la forma final de su destino.




El mar de siempre

No volver a soñar más que en lo mismo
para tejer el hilo de los tiempos
que tal vez fueron milagrosos.
O acaso no existieron,
sino en la mente de quien los pensó.

Ese arrullo que escuchas
no es el del mar de entonces;
aquel calló con las ausencias,
o bien se hundió lejano
y se perdió en la espuma de otros mares.

No son los mismos, nunca.
Cada uno se acerca a sus orillas,
diversos todos, todos únicos
en el rozar del agua con su tierra;
y cada tierra con su mar se duerme
o al levantar el sol con él se alza.
Pero distintas, diferentes,
las tierras lejos, las de cerca,
tienen su propio mar que las arrulla
y con diverso pálpito respiran.

Como es otra la música
que en su bajar nos llega
del infinito mar de las constelaciones.

Y así vamos de mares y de orillas
al límite final que nos espera.





Los pobres en amor, qué pobres somos...

Los pobres en amor, qué pobres somos.
Ya ni la tierra nos parece hermosa,
ya ni la noche, ni la tarde clara,
ni el árbol, ni la flor nos enriquecen.
¿Qué nos da de calor la mano abierta,
de compañía la callada estancia,
del piano la voz desvanecida,
de la luz el brillar, de la presencia
el hálito fugaz que se evapora?

Pobres de amor, pasamos de camino
con la desilusión por compañera
y un preguntar que nadie nos responde
queda vibrando al aire del silencio;
y al aire van las voces y la pena
y todo el aire es un lugar de olvido.

¿Quieres amor? Más quiero la riqueza
de este seguro estar en mi pobreza.

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