sábado, 8 de octubre de 2011

El bailarín de alma. Abilio Estevez


"No siempre se necesitan provocaciones de la realidad,a veces el recuerdo aparece porque sí."
Abilio Estevez




Casa de Abilio Estevez en Marianao.Imagen de Abilio Estevez

"Y cuando nadie escuche mis canciones ya viejas
detendré mi camino en un pueblo lejano,
y allí moriré..."
Rolando Laserie
A mi madre le encantaba esa canción.Solía cantarla en las tardes de los portalones con siete sillones de nuestra casona de Marianao,en el reparto Hornos,colindante con La Isla,a dos casas de la bodega de Plácido,a un costado de la fabrica de vinagre,frente al campo deportivo del instituto Marianao y casi frente al antiguo cuartel de Columbia.
Esa visión de mi casa y de mi madre en los portales es fugaz,y tampoco hay ahora ningún estimulo para despertar el recuerdo.Es sin duda resultado de mi bienestar.No siempre se necesitan provocaciones de la realidad,a veces el recuerdo aparece porque sí.Cada vez que descubro un relámpago de felicidad,por ejemplo,la brevísima luz me lleva a mi madre,a la casona de madera con los siete sillones.
Mi madre.Los sillones.Los portalones amplios,frescos.Las matas de mango,limones,guayabas,tamarindos y aguacates de nuestro patio,colindante con el otro patio,con La Isla,aquel que ardió,sin que nadie sepa bien por qué,la última noche del último diciembre de una época cuya delicia no sabíamos apreciar entonces.


Imagen de Abilio Estevez


Cuando la visión se esfuma,suele dejar una sensación grata.
-Soy libre-digo.
Muy bien dicho,sí,y ¿qué entiendo por libertad?
Cada vez que hablo de libertad,me encojo de hombros.Quién sabe si alguna vez pueda explicarla.Y bien pensado,¿hará falta? Como buen cubano,nunca he sabido manejarme con especulaciones,con abstracciones (carencias por lo demás,que,como buen cubano,me importa poco).Si intento definir algo,consigo,a lo sumo,comparaciones, imágenes,figuras elusivas,ambiguas,imprecisas.Y citas,sobre todo de Martí.Nunca la precisión bruñida y recta del axioma.De ahí que carezca de importancia explicar que entiendo por libertad,qué quiero decir cuando sigo"soy libre".Sí puedo decir que me siento libre porque me creo invisible.
En efecto,nunca fui importante.Sólo lo fui para pocas personas.A esa falta que en mí se transformó siempre en gratificación se agrega ahora,en Barcelona,el don de la invisibilidad.Siempre fui considerablemente invisible. Aquí, en cambio,sí que "soy Nadie",como Ulises cuando logró escapar del gigante de un solo ojo.Nadie.Ni siquiera un "rostro en la muchedumbre".Más bien,la muchedumbre.


Abilio Estevez
Fragmento del libro El bailarín Ruso de Montecarlo
Editorial Tusquets


martes, 4 de octubre de 2011

Entre la persona y la leyenda. Gonzalo Rubalcaba




Hay un solo Gonzalo Rubalcaba (La Habana, 1963). El hombre y el artista, la vida y la música se influyen mutuamente y dan como resultado una trayectoria coherente. Es algo que relaciona al pianista cubano -todo un peso pesado del jazz- con un gran maestro al que conoció en su juventud, Dizzy Gillespie, «sin barreras entre la persona y la leyenda».
Natxo Artundo














lunes, 3 de octubre de 2011

Apresé el olor de un mundo. Eladio Secades




Leer estas estampas  —como ocurre con las de Martí, Mañach, Carpentier, Zumbado, Manuel González Bello— me ratifica la pasión por este género que otro de los buenos, Rolando Pérez Betancourt, ha llamado jíbaro. En efecto, escurridiza, leve es esta vocación de apresar el olor de un mundo en unas pocas líneas.
Amado del Pino



«Las Estampas de Secades no son otra cosa que un espejo fiel, certero, de figuras y hechos que forman parte de nuestra sociedad, que nos dicen con mucha profundidad —la profundidad no tiene nada que ver con la pedantería ni con el retorcimiento— cómo somos.»
Gastón Baquero




La Habana es triste

Habíamos quedado hace muchos años en que La Habana era una ciudad alegre.Lo bueno es que ya no lo es.Y lo seguimos creyendo.La Habana fue una ciudad alegre cuando fue una ciudad rica.Y los cubanos en vez de ir a Miami,iban a Europa.Se le fue la plata y se le fue la fisonomía.Hoy La Habana es una ciudad triste.Porque mantiene el luto entero de lo que fue.Y la esperanza ya convertida en amargura de lo que quisiera volver a ser.Hay un modo de ser criollo optimista.Pensando en el día en el que el guajiro le dé por sembrar.De La Habana alegre queda un residuo de seis noctámbulos que van a la cama cuando las criadas van al mercado.Unos cuantos cabarets con parejas de rumba y número de castañuelas.Y las academias de baile.Donde desplanchan el traje los que cogieron la centena.Por las calles que rodean el Parque Central,no circula otra alegría que aquella que de ven en cuando trae los turistas que vomitó el "Florida" en un espigón de verano eterno.Piadoso espigón el del "Florida".Con un médico gordo y calvo que nos registra la salud y nunca nos encuentra nada.Y unos agentes de aduanas que nos registran las maletas.Y tampoco nos encuentran nada.El turista es un tipo de saco de colores y esposa vieja,que se ha cansado de la civilización y busca lo primitivo.Fabricar lo primitivo cuando ya no existe,es una de las maneras de fomentar el turismo.



De ahí todo lo colonial hecho después de la colonia.Cuando el turista ve una calle estrecha,un tejado y una iglesia,saca la Kodak,igual que el cazador la escopeta.La Habana defrauda al turista que no la encuentra como la quisiera encontrar.Con peatones vestidos de toreros.Coches de caballos.Y negritos con la cabeza zambullida en una tajada de sandia.Un banquete para la lente.Los cubanos millonarios que viajaban mucho,cuando llegaban a Venecia sufrían un desengaño.Porque la creían una ciudad de amor y de maravillas.Y después comprendían que para el amor Venecia pone la góndola y el gondolero.Y el viajante tiene que poner la mujer.Venecia es la ciudad coqueta,con un espejo a los pies.Cuando nos miramos en el espejo del agua,tiembla el otro yo.Las luces más serias al reflejarse en el agua pierden la dignidad.Se arrugan y son como faroles de verbena.La contemplación del agua despierta en algunas personas el deseo de pescar.En otras estimula la inspiración.Los que no somos amantes de la pesca ni de la poesía,el agua nos da ganas de escupir en ella.Como cuando nos asomamos en la cubierta de un transatlántico.O cuando mordemos una aceituna.La aceituna es el fruto que huele a zapato nuevo y sabe a marisco.

Eladio Secades,1943
Fragmento del libro "Estampas"


 Desde este humilde blog,quiero agradecer a Barbarito Biblioteca Cubana el regalo que me hizo al poner en mis manos esta joya literaria.Mil gracias Barbarito!

domingo, 2 de octubre de 2011

La musa de los Dioses. Rosario Suarez "Charín"




Cuando yo la conocí, hace más de treinta años,
Rosario Suárez, Cha­rín, era un venado. Suerte que ella vivía a dos cuadras del Ballet Nacional, detrás de una iglesia poco frecuentada, porque si no La Habana completa se hubiera
embrujado con el rastro de su belleza. Fuerte, trotadora, atlética, sólo en el brillo de sus ojos negros podía reconocerse a la niña que estaba prisionera en
su cuerpo: al mirar, pedía auxilio. No he vuelto a ver en ninguna cara tanto susto. Cuánto desamparo. Me tropecé con ella a la salida de un cine, en el vestíbulo
del Olimpo, en la esquina de Línea y B, Vedado, octubre y 1970. Ella llevaba un vestido azul, de florecitas rosas. De muchacha, a menudo presu­mía un bonito
rabo de caballo, como estandarte de una ardorosa adolescencia en fuga. Apenas nos cruzamos palabras. Yo era tímido, ella reina. Cuatro o cinco noches después, pasada la medianoche, tres amigos fueron a mi cueva, un pequeño cuarto al fondo de mi casa, la de mis padres. Ella iba con ellos. Se veía preciosa a la luz de mi lamparita de bronce. Nunca más nos hemos separado, aun distantes.
Luego supe que a escondidas, en su balcón de flores, comía panes. Nunca tuvo otra muñeca que no fuese una dura zapatilla, seguramente rosada. Tanta inocencia, en semejante cuerpo huracanado, metía miedo. Al conocerla, lo supe enseguida: esa muchacha de mirada triste iba a ser uno de los grandes prodigios (quiero decir misterios) de la cultura cubana. Bien lo sabe Rosario: la carrera de un bailarín exige sacrificios. Entre otros, los de renunciar de niño a los retozos de la infancia, de joven a los vicios de las
noches largas, de adulto a la paz de lo mundano. Cero tregua. El tiempo es un verdugo y trae un hacha en la mano. Debes entrenar para vencer el desafío. La figura enfrenta a su imagen, una y otra vez, en un mismo retablo: dos espejos
frente a frente —dos centinelas de hielo, par de canallas. Las horas no alcanzan para atender la casa ni para vivir sin prisa ni para gastarlas haciendo nada. El alma siempre está en guerra contra el músculo. Cada sueño, para el bailarín, pende de un hueso: si se quiebra el fémur, si se lastima la
rótula, si se dobla el tobillo, la alegría se derrumba como un pedestal de barajas. Sin peligro, no existe la perfección. Sin riesgo, ¿de qué danza hablamos? Cuando la conocí, comenzaba su leyenda.

(…)
Las nuevas figuras que llegaban al Ballet Nacional, ansiosas por demostrar sus habilidades, pagaron muy caro la osadía de ser jóvenes y la audacia de regalar talento a borbotones. Marta García, Ofelia González, Jorge Esquivel, Amparo
Brito, Caridad Martínez, Lázaro Carreño y la propia Rosario Suárez se quedaban sin fuerzas para llorar de rabia porque era tanto lo que habían sudado en los salones de clase, ensayando papeles menores, que cuando se acordaban de su mala suerte ya no tenían lágrimas en los ojos y, para sacarse del cuerpo al diablo de la impotencia, le entraban a puñetazos a las paredes —o se sentaban a morder
panes duros, al fondo de un balcón de flores. Así huyeron para Charín, despavoridas, muchas medianoches de juventud, a bordo de una guagua, Ruta 27, que la llevaba desde el Teatro García Lorca hasta la esquina de su pequeño
departamento, detrás de aquella iglesia muy poco frecuentada que, a esas horas, además, dormitaba totalmente a oscuras. Yo la veía cruzar los patios
parroquiales, bajo la luna, como una Willys de carne y hueso que, para regresar pronto, corta camino por un atajo. Su sombra, en el pasto, seguía bailando —mientras ella, apuradita, hundida de hombros, cargaba su furia en la mochila. ¡Cuánto pesaba esa mochila!
(…)
Rosario triunfó, en primerísimo lugar, porque aquí o allá, en las buenas y en las pésimas, en la euforia de la fama o en el hueco más profundo de la tristeza, terca compañera de la soledad, su cuerpo prodigioso nunca se cansó de ejercitar su espíritu. Para nosotros, sus muchos admiradores, verla bailar era y es y será una orgía de los sentidos. No sólo verla bailar. Añado: también recordarla. Eso tiene la danza: existe en el momento efímero de su ejecución, y en él se
consume a llamaradas. Luego se desvanece: ni el humo de los aplausos queda, apenas un escenario vacío en un teatro vacío en una fecha vacía. Pero entonces el espectáculo continúa, se reanima, resucita, ahora en función privada, en ese otro tablado maravilloso que es la memoria.

La vida me ha regalado la oportunidad de estar cerca de hombres y mujeres brillantes, y con absoluto conocimiento de causa me atrevo a afirmar que sólo me he parado delante de una persona que encarna, luminosamente, el  temperamento
de ese ser superior que, a falta de otra palabra menos descomunal, no puedo menos que catalogar de Genio: ella es Rosario Suárez, la mejor bailarina de Cuba, sólo emparejada en brillantez por la propia Alicia Alonso, claro está —cómo negarlo a pesar del contradictorio sentimiento de antipatía y admiración que yo le rindo. Ellas encarnan, de tú a tú, dos leyendas de nuestra rara isla, atestada de pequeñeces y envidias tenaces.
(…)
Cierro los ojos. Te hablo, Rosario. Recuerdo la primera vez que te vi bailar. Fue en “Mascaradas”, si mal no recuerdo un ballet de Ana Leontieva, una rusa blanca que compartía con doce gatos una pequeña casa de La Habana. Ustedes,
las bailarinas, ocultaban el rostro tras una careta, porque la obra (¿verdad?) sucedía en una fiesta de disfraces. Te aplaudo. Mira. Soy el único espectador que permanece en la platea. Ya todos se han ido de parranda. Te quitas el
antifaz y, al saludarme, tu cabello se descuelga en un bonito rabo de caballo. Pareces decirme: “¡Qué haces todavía aquí, Gordo!”. ¿Qué hago, Flaca? Pues nada, ya ves. Perdóname. Sé que te pondrás brava cuando leas este elogio, muy a
mi desparpajado estilo. Tú me enseñaste el valor de la lealtad. Es que quería darte las gracias. ¿Puedo? Puedo. Gracias por tu sacrificio, por tu exigencia, por haberte negado tantas noches largas, por haberte brincado la infancia (sé que aún te duele ese salto al vacío), por haber renunciado a la paz que todos merecemos, después de los trajines de los años y de la perra vida; gracias, sí,
muchísimas gracias por no cansarte jamás de los jamases, por tu soberbia terquedad, por tu adorable mal humor y por las ganas de volar sobre el campanario de aquella iglesia, hasta perderte de vista más allá del horizonte. Pero sobre
todo, muchacha, gracias por esa manía tan tuya de romperte el alma a cada paso. Ya ves, yo sigo cerca, seguimos cerca aunque poco a poco se vayan deshilachando
los recuerdos. Ojalá me olvide de olvidar —y con este som­brerazo me despido. Termina la función. Termina para que comience de nuevo. 
Eliseo Alberto de Diego