Nocturno con premeditación y alevosía
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Señoras y señores:
Ahora que en el reloj se acaba de ausentar la medianoche, he de hacer un discurso.
Debo hablar de mi padre.
Sí, trazar un argumento y posponer un brindis por su melancolía.
Por su fea costumbre de andárseme escondiendo, sentándose a llorar en los aguacateros,
madurando los frutos con los hilillos acres de su llanto de pobre niño huérfano. Calándome la rabia entre los huesos y este sabor a sal y esta impotencia.
No. No digas nada. Soy yo quien voy a hablar. Éste es mi turno. No mires a otro lado ni vuelvas a ponerles dogal a las palomas.
Te fuiste tú primero. Abandonaste el juego dejándome en el patio, con los ojos vendados y un rosario de cuentas malamente ensartadas.
Te pedí que esperaras y no me hiciste caso.
Así es que, ahora te callas tú y escucha simplemente mi alarido, porque estoy muy cansada, sabes, de soportar tu ausencia tan igual a un reproche. Te pedí que esperaras y era partir las culpas en todas las porciones necesarias.
Yo sola no podía atravesar el limbo, decorar las estancias y cargar con el peso de las constelaciones. Te pedí que esperaras.
Pero era demasiado. Nunca llegué. Y si llegué, no estabas Permanecí en silencio dando la otra mejilla, pero era demasiado.
Ahora lo digo todo. Ven. Apoya la certeza sobre la blanda nube de mi almohada.
Se acabó. Sí. Con la punta del dedo trazo un leve dibujo sobre las duras líneas de todas las espaldas.
Se acabó. Ya se han marchado todos. No hay más voces, ni ruidos.
A tu esfera celeste no hay música que valga. No hay cuerpos derramando su jugo en los jardines. Todos se han ido ya.
Se los tragó la noche por esa mueca abierta de su boca macabra. Ya todo terminó. Deja de revolcarte en la ceniza. Deja de hacer el tonto. Es el final. Contra la indiferencia no hay discursos que valgan. Inútil transferir los argumentos.
Los que no se despiden sólo quieren dejarnos girones de memoria y un gusto a salazón, a alevosía. A deshechos nocturnos. A superficie ingrávida. Quise hablar de mi padre. De su ausencia perpetua. De su nariz ganchuda, su pálida sonrisa y el corazón tan gris de su retrato.
La mano tiernamente metida en el bolsillo de ese señor extraño es un aviso. Una cita pospuesta. Otra calamidad.
Deja ya de mecerte en la cuerda del ahorcado. Deja de maquillarte. Pórtate bien. Cuida las apariencias.
Pero ese no eres tú. Ni esas son tus palabras. No sé dónde escondimos el cinturón de cuero, ni el ciruelo del patio, ni el cantero de adelfas está para llorarnos. Deja ya de joder con acertijos y deja de burlarte de mi espanto.
Yo no tengo la culpa de que tan sólo fueras el padre mi carne tan igual a la carne que algún día marchará tras la tuya. Ven. Dejaré que mis muertos entierren a tus muertos mientras salvo la vida. ¿No ves que se acabó? No puedo acompañarte en este largo oficio de difuntos. Óyeme bien: es demasiado tarde y no puedo volver.
Es hora que renuncies a las escaramuzas.
Pasó la medianoche de este tiempo de brujas. ¿Es que no te das cuenta de que he crecido tanto, que hasta puedo soltarle un dulce parlamento a las estrellas?
María Elena Cruz Varela
Poema inédito publicado en www.eforyatocha.com