lunes, 19 de septiembre de 2011

Llueve en el recuerdo. Juan Abreu



"La sabiduría consiste en ir desprendiéndose del conocimiento"
Reinaldo Arenas


Prólogo Doce


Durante un tiempo la cogimos con irnos a leer en la sala de lectura de la Biblioteca Nacional. Muchos libros eran imposibles de conseguir en las librerías, que  parecían una invasión incontenible de literatura soviética. Siempre eran enormes tomos en los que el heroico oficial del Ejercito Rojo, después de derribar cien aviones Nazis, caía  en un bosque en plena tundra y allí, herido y a setenta grados bajo cero, se enfrentaba a innumerables peligros para regresar a través del campo enemigo hasta sus camaradas. Siempre tenía que combatir con un enorme oso a cuchillo limpio y cosas así. Esa imagen, indefectiblemente, ocupaba la portada.
En la biblioteca estaba la Goyesca, que trabajaba en un departamento donde almacenaban los libros prohibidos. Él se arriesgaba, pues era necesario un permiso especial para acceder a ellos, y nos prestaba muchos, siempre que los leyéramos allí. Eso hacíamos. Nos citábamos en aquel agradable salón en el que me sentía alejado y hasta un poco ajeno a la estupida realidad de afuera. Salía del trabajo e iba para allá. Casi siempre encontraba a Reinaldo leyendo ya, esperándome. La Goyesca pasaba zumbando a cada rato y nos dejaba algún libro con un aire misterioso, acompañado de una mirada lujuriosa. ¿Pero cómo molestar con el único Goya vivo que existe en Cuba? Una tarde muy especial leí de un tirón La balada del café triste de McCullers y me disponía a atacar Pálido caballo, pálido jinete de la Porter. Arenas, entonces, me detuvo. Horror!, exclamó alzando los brazos y dilatando los ojos:
-Cómo vas a leer algo después de terminar La balada! Después de eso no puede leerse nada. Hay que dar tiempo para que entre en el alma. Si mezclas las dos cosas, que son geniales, se te forma un arroz con mango y no se te quedará nada dentro. Mañana vendremos  y leerás a la Porter. Ahora lo mejor es irnos caminando y conversando sobre la McCullers hasta Coppelia,y de paso nos tomamos un helado. Siempre teníamos hambre. Desde que nos “liberaron” siempre tenemos hambre. Así que hacia allá fuimos.
En otras ocasiones, en vez de dirigirnos a la heladería Coppelia a matar el hambre con un helado, después de las sesiones de lectura, nos encaminábamos a la Plaza de la Catedral. La Habana ya se estaba cayendo a pedazos, pero siempre es una delicia zapatear sus estrechas calles. A pesar del hedor de las cloacas desbordadas y las colas detrás de los camiones de agua. Hay lugares en los que desde hace años no viene el agua y la gente vive llenando tanques de cincuenta galones, que luego instalan en la cocina o en el baño y de los que sacan una tubería. Los tanques, dicho sea de paso, están carísimos en el mercado negro.






Llovía estruendosamente. Un murmullo multitudinario se desperraba por los adoquines. También un frescor gris. Caía la noche. Ese día salimos huyendo de una argentina que asediaba a Rey porque está trabajando en un libro de ensayos sobre El pozo. Tratamos de escondernos de ella hasta debajo de las mesas de lectura, pero fue inútil, y al final inventamos un cuento y salimos corriendo. Cruzamos la plaza, que antes era Cívica, con el cielo tan bajo que casi se puede tocar con la mano. Nos refugiamos en El Patio. Pedimos un té con limón, que nuestra economía no da para más, en estos lugares para turistas, y nos sentamos a ver el aguacero. Hablamos de lo de siempre: del horror de vivir en esta isla y de los proyectos y de la prisa lamentable con que tenemos que hacerlo todo. Una urgencia terrible para acabar cada pagina. Ni siquiera tenemos tiempo para revisar lo escrito porque hay que esconderlo a la carrera. Ah, si pudiéramos huir! Creo ver a Antonelli entrar chorreando agua como un pollo mojado. Como en el compendio y descripción de las Indias Occidentales, de Vázquez de Espinosa va mascullando monótonamente: “El cañon nombrado San Pedro con número, 85. Quintales 15 libras, con 12. Diámetros de longitud de una boca, demanda de vala 36. Libras, y 15. De pólvora. El Pedrero, nombrado San Juan, con número de peso 29. Quintales 25. Libras, con 12. Diámetros y medio, demanda de vala 14, y 8. De pólvora”. Decidimos marcharnos, porque se pone a describir sus fortalezas no hay quien lo soporte. Y nos perdemos por la mojada Habana. Llueve en el recuerdo. Mañana a primera hora debo sacar con alguien estas notas de aquí. Guardarlas junto a las otras. Salvar toda esta mierda que posiblemente no sirva para nada.

Juan Abreu
Fragmento del libro A la sombra del mar 

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